Sólo un día después de la muerte de Tito, el Senado y la Guardia Pretoriana nombraron emperador a su hermano Tito Flavio Domiciano. Era el 14 de octubre del año 81 d.C. Al mismo tiempo le concedió Potestad Tribunicia, el cargo de Pontifex Maximus y los títulos de Augusto y Padre de la Patria. Domiciano tenía 30 años y apenas poseía experiencia política pues desde su presentación pública en el Triunfo sobre los judíos que celebraron su padre y hermano, a los que él seguía sobre un caballo blanco, sólo obtuvo cargos nominativos y exentos de una verdadera responsabilidad. En esa línea, a pesar de ejercer siete consulados sólo uno fue ordinario en el año 73, gracias a que se lo cedió su hermano.
No obstante, adquirió gran experiencia en relacionarse con el Senado y en las intrigas del palacio imperial. Aunque las fuentes clásicas lo definen como un tirano cruel y los historiadores antiguos le son totalmente hostiles, la historiografía moderna está revisando su figura pues su Principado duró 15 años (siendo el más largo desde el de Tiberio) y siguió con la política que había marcado los Principados de su padre y su hermano, consiguiendo un período de prosperidad tanto económicamente como culturalmente precursores del espléndido siglo II. Domiciano se embarcó en una serie de ambiciosos proyectos que buscaban recuperar la gloria alcanzada por Augusto.
La principal diferencia con entre Domiciano y sus predecesores Flavios fue que concentró en sus manos todos los poderes, convirtiendo al Senado abiertamente en un mero títere, derribando la fachada falsa de democracia republicana. Eso le granjeó numerosos enemigos en esa institución. Él pensaba que el Imperio debía ser gobernado por una monarquía divina encabezada por él, que se implicó personalmente en todas las ramas de la administración imperial.