Atardece en Prima Porta, una anciana mujer camina con dificultad apoyando sus pasos en un cimbreante bastón. Así y todo, camina erguida y su regia presencia refleja la dignidad que siempre la ha acompañado. En la mano que le queda libre porta una corona de laurel que ella misma ha trenzado y que coloca con infinita ternura a los pies desnudos de la escultura más hermosa que conserva de su marido, la que se trajo consigo cuando huyó del estrés de la gran Urbe, aquella que lo representa eternamente joven y bello como a él le gustaba ser admirado. Al mirarlo, apenas puede entender cómo ha podido sobrevivir los últimos 15 años sin él. Y en eso tampoco le ha fallado pues sabe que lo único que la ha mantenido atada a este mundo es la certeza de que sólo ella podía garantizar la perdurabilidad de la obra a la que ambos habían dedicado toda una vida. Sin embargo, la lágrima trémula que se le escapa al contemplarlo como cada día, se pierde en la débil sonrisa que emana de su rostro ajado al presentir que está próxima la hora de su partida y que pronto, muy pronto, volverán a estar juntos para siempre.
Livia como Ceres. Siglo I d.C. París. Museo del Louvre
Fuente: http://museodelretrato.blogspot.com.es/2011/02/livia-drusila-mujer-de-augusto.html
“En el consulado de Rubelio y Fufio Julia Augusta encontró la muerte a una edad muy avanzada. De una moralidad a la manera antigua, amable incluso más allá de lo que se consideraba propio en las mujeres de antaño, madre dominante, esposa complaciente, bien acomodada tanto a las artes de su marido como a la simulación de su hijo. Su funeral fue modesto y su testamento quedó largo tiempo incumplido. Su elogio lo pronunció ante la Rostra su biznieto Cayo César (Calígula), el que más adelante alcanzó el poder universal” (Tácito. Anales. Libro V. 1, 1-4).
Así, sin hacer ruido y sin haber estado nunca enferma de gravedad abandonó este mundo la más grande emperatriz de Roma a la edad de 87 años. Tengo que decir que cuando a una edad muy corta comencé a leer sobre Augusto y su familia, influenciada como toda una generación por Robert Graves, aborrecía a Livia. Sin embargo, cuando como historiadora y espíritu racional empecé a quitar toda la ponzoña vertida sobre ella, descubrí debajo a una mujer única, bella, pero que no destacó precisamente por su hermosura sino por una inteligencia fuera de lo común, que fue la que la convirtió en la mejor consejera y colaboradora de Augusto en la ardua tarea de poner los cimientos del Imperio romano. Livia terminó de cautivarme desde el momento en que contemplé por primera vez los frescos de la Villa de Prima Porta, que constituyen para mí el más exquisito ejemplo de pintura romana. En ese mismo instante llegué a la conclusión que alguien con un gusto tan exquisito y delicado tenía que ser forzosamente alguien excepcional.
Livia. Siglo I d.C. Copenhage. Carlsberg Glytotep
Fuente: http://museodelretrato.blogspot.com.es/2011/02/livia-drusila-mujer-de-augusto.html
Livia es sin duda una de las mujeres más poderosas de la historia. Pues ella materializó todo lo que otras soberanas anhelaron ser: una verdadera reina de reinas, sin necesidad de que su cabeza fuese ceñida por corona alguna ni por suntuosas joyas. El resto de emperatrices romanas, incluida la famosa Agripina madre de Nerón, sólo fueron un pálido reflejo de la fascinación que consiguió suscitar Livia a lo largo de los siglos.
Dejando claro que Livia trabajó siempre a la sombra de su marido asumiendo ante el público el papel de sumisión que como mujer romana le correspondía, alcanzó logros jamás conseguidos por ninguna mujer en la época, porque ella encarnó a la perfección todos los valores que Augusto quería transmitir a la sociedad romana. Y él la recompensó por ello, tanto en vida como de manera póstuma.
Por ello, al final de sus días la emperatriz seguía siendo una mujer inmensamente rica que manejaba su propia fortuna, con casi un millar de sirvientes y una infinita red de clientes desplegados por todo el Imperio. Su patrimonio comprendía varias ciudades de Judea, propiedades en Egipto con viñedos, pantanos con papiros, huertos y graneros, una propiedad en Asia menor, además de la citada villa de Prima Porta donde ella misma cultivaba el laurel con la que los emperadores realizaban sus coronas. Controlaba además otras actividades comerciales: una fábrica de ladrillos en Campania, una mina en la Galia, inmuebles para alquilar en Roma y una gran reserva en dinero líquido.
Tiberio consciente del gran carisma de su madre fue apartándola progresivamente del poder, y debido a las crecientes desavenencias entre ambos no la visitó ni una sola vez durante su último año de vida, pero aun así seguía temiendo su enorme influencia. “Mientras vivió Augusta quedaba todavía un refugio (para la prudencia), porque Tiberio tenía un respeto inveterado a su madre y ni siquiera Sejano osaba anteponerse a su autoridad” (Tácito. Anales. Libro V, 3,1).
Livia. Siglo I d.C. Efeso. Museo
Su funeral fue modesto, no a la altura de su dignidad pues Tiberio se empeñó en que pasara lo más desapercibido posible; ni siquiera asistió y dejó que su discurso funerario lo leyera el joven de 17 años Cayo Calígula. Del mismo modo paralizó la lectura de su testamento y declinó la mayoría de los honores que el Senado pretendía decretar en su honor, impidiendo incluso que fuera consagrada como diosa. “Tiberio se excusó por carta de haber faltado a las supremas honras de su madre, sin cambiar en nada su ameno modo de vida, con el pretexto de importantes ocupaciones; además, los honores a su memoria generosamente acordados por el Senado, los atenúo aparentando modestia, aceptando sólo unos pocos y añadiendo que no se le decretara un culto divino, puesto que así lo había querido ella misma. Incluso en esa misma carta increpó las amistades mujeriles, censurando indirectamente al cónsul Fufio pues había gozado éste de especial aprecio de Augusta” (Tácito. Anales. Libro V, 2).
Una Livia muy anciana (Sian Philips) se despide de su nieto Claudio (Derek Jacobi) en un fotograma de la serie Yo, Claudio, 1976
Livia tuvo que esperar 13 años a que su nieto Claudio siendo emperador la divinizara en 42 d.C. devolviéndole todos los honores que sobradamente le correspondían. Una gran pérdida para el mundo romano, que sólo podía dar gracias a los dioses por haber podido disfrutar tanto tiempo de esta incomparable mujer.